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Ese trascurable sentimiento llamado remordimiento

Ese trascurable sentimiento llamado remordimiento.

De Gianni Miná

Traducción: Giorgio Bongiovanni, Antimafia Duemila

y Un punto en el infinito

 

 

Publicado también en Argentina Indymedia

El artículo de Juan Gelman que publicamos en el nº 101 de la revista Latinoamérica es estremecedor y se titula “Sobre la lobotomía moral”. Gelman, insigne poeta argentino, varias veces indicado como candidato para el premio Nobel, ahora vive en México donde intenta escapar de las pesadillas que nunca terminan de una nuera y de un hijo desaparecidos y de la afanosa búsqueda, durante años, de una nieta nacida cuando la mamá estaba prisionera y que encontraron cuando tenía veinte años en Uruguay, adoptada por la familia de un policía.

“Sobre la lobotomía moral” explica como los promotores de guerras infinitas respaldados por el silencio de los medios de comunicación occidentales conniventes han resuelto el problema de lavar el cerebro de las personas que han sido empujadas hacia guerras injustas, como las de Irak o Afghanistan, en teoría para exportar la democracia. El Congreso de los Estados Unidos, en efecto, ha autorizado en el 2007, con la ley Psychological Kevlar Act (literalmente: Ley del kevlar psicológico. El kevlar es el material con el que son fabricados los chalecos antibalas), el suministro a los soldados de propanol, una droga particular en condiciones de disminuir la capacidad emotiva y hasta la actividad cardiaca, que permite a quien se ve obligado a combatir guerras insensatas, y quizás con métodos feroces, la mutilación de sentimientos morales como el arrepentimiento, la culpa, la memoria del horror, la solidaridad, la comprensión, la repugnancia de matar a otros seres humanos e incluso de anular el sentido de dignidad en el combate.

La iniciativa se hizo necesaria porqué el 40 % de los soldados, una tercera parte de los marines y la mitad de las guardias nacionales, sobrevivientes de Irak, sufren de graves perturbaciones mentales que han empujado al suicidio a 6250 de estos veteranos solo en el 2005 (unos 17 al día), o instigado a muchos de ellos a cumplir violencias y violaciones. Incluso 2374 casos comprobados solo en ese mismo año, con un aumento del 40 % respecto del año anterior. Los datos indiscutibles explican que los soldados están condicionados a actuar sin considerar las repercusiones morales de sus acciones. En un mundo que tuviese aún un mínimo de ética o de dignidad y que no se hubiese ahogado completamente en la lógica del mercado, una realidad como esta, que ha sido denunciada por un hombre indiscutible como Juan Gelman, que ha publicado su artículo como primicia en el diario argentino Página 12 el domingo 13 de enero, habría suscitado la indignación de la política y de la información mundial. Sin embargo no ha pasado nada, no obstante lo que se relata sean prácticas que en un tiempo eran consideradas nazis.

¿Por qué el país, que una vez era definido la bandera de la democracia occidental, debe llegar hasta tanto? ¿Y porque debemos aceptarlo o justificarlo? ¿En nombre de que? ¿Y por que el aparato militar e industrial norteamericanos o los señores de la guerra y de la energía necesitan imponer cíclicamente a gobernadores como Bush Jr o su vicepresidente Cheney, prontos a promover y a autorizar estas decisiones y estas ferocidades, haciéndolas pasar como si fueran necesarias para el interés nacional y para la seguridad?

Por otra parte no es una novedad, aunque la información occidental tenga poca memoria. Precisamente las dramáticas fotografías de Livio Senigalliesi que ilustran el nº 101 de Latinoamerica, son el testimonio de un método que nunca ha cambiado. Con la ilusión de poder prevalecer en otra guerra insensata, la del Vietnam, el ejército liberador de los Estados Unidos usaba el napalm y para encontrar a los vietcong, rociaba el monte con el gas defoliante (el terrible Agent Orange, producido entre otros por la Monsanto).

Casi cuarenta años después nacen todavía decenas de niños cojos o dementes, víctimas de esa decisión sin honor del Pentágono, bajo la presidencia del democrático Lindon Johnson, que sucedió a John Kennedy después de que este último fue asesinado, confirmada después por el republicano Nixon, obligado a dejar el cargo por el escándalo que el caso Watergate desencadenó y que reveló como su entorno querían intentar robar papeles y documentos del cuartel general electoral del partido adversario. Una absoluta falta de moral, de conciencia de los derechos de los demás, que llegó al máximo en los años 70 en América Latina con el Plan Condor, deseado precisamente por Nixon bajo sugerencia de su secretario de estado, el mefistofélico Henry Kissinger. Un plan de exterminio de todas las oposiciones que obstaculizaban los intereses de las multinacionales del norte del mundo, bendecido por el gobierno de Washington y acordado en secreto en Chile, entre las siete dictaduras militares en el poder en ese entonces en el continente: Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Paraguay, Bolivia, Perú y, en algún caso, también Guatemala. Un acuerdo infame que contemplaba, como recuerda en este número 101 Claudio Tognonato, el secuestro clandestino, el intercambio de informaciones entre las naciones partícipes del proyecto y la eliminación en masa de todos los opositores políticos, dondequiera que hubieran encontrado refugio en el continente.

Era una organización criminal que tenía la secretaría en el Chile de Pinochet y su coordinador era el general Manuel Contreras, mente de la tristemente célebre Dina, el servicio secreto chileno que obtenía incluso asesinos a comisión, como el de Orlando Letelier, ex ministro de Asuntos Exteriores de Salvador Allende, que fue a buen fin, asesinado en Washington, o como el fallido por poco en Roma contra Bernardo Leighton, también chileno, ex-vicepresidente del gobierno de Unidad Popular. En estos casos había siempre mano de obra local a disposición para los trabajos sucios: los asesinos de la CIA como Posada Carriles de la Fundación cubana-americana de Miami en Washington, los fascistas de Avanguardia nacional de Stefano Delle Chiaie, llamado er cacola en Roma. También en Argentina al general Carlos Prats, fiel a Allende, le hicieron saltar en el aire con su esposa y es más, para callar la voz del obispo del Salvador, Oscar Arnulfo Romero, que denunciaba la política de terror del tristemente célebre coronel Roberto D’Aubuisson, el francotirador vino desde Argentina como han revelado recientemente algunos documentos desclasificados de la CIA.

¿Que país de occidente tiene todavía el derecho de presentarse como portador de la democracia habiendo usado siempre o aceptado estos métodos para imponer sus propias estrategias y sus propios intereses? ¿Y cuando podremos ver en la televisión pública o privada un debate sobre este tema y sobre la impunidad de los responsables de estos delitos? Nada más pasar Navidad el vice de los fiscales de Roma y juez anti-terrorismo, Giancarlo Capaldo, después de un trabajo de investigación monumental y paciente, que duró diez años, ha reenviado a juicio a 146 personas entre dictadores, presidentes, ministros, generales, coroneles, almirantes y exponentes de los servicios secretos de las naciones que se adhirieron al Plan Cóndor y que habían puesto en práctica una máquina de exterminio más feroz que los tremendos gulag soviéticos. En detalle, se trata de 61 argentinos, 32 uruguayos, 22 chilenos, 13 brasileños, 7 bolivianos, 7 paraguayos y 4 peruanos. Un verdadero servicio de inteligencia del terrorismo de estado (después de haber impuesto el económico) que en esa época no turbó bastante las conciencias de muchos gobiernos europeos, había que tutelar los intereses de las industrias italianas en Argentina, se justificó diciendo por ejemplo Andreotti y que incluso hoy no ha rozado ni siquiera la sensibilidad de periodistas como Magdi Allam que en el Corriere della Sera trata el tema del terrorismo con mucha desenvoltura, justificando siempre el terrorismo cometido en nombre de la economía neoliberal. Uno de los peones de esa máquina infernal fue Jorge Nestor Tróccoli, oficial de la Marina. Su bisabuelo, en el 1880, que ya había emigrado a Uruguay, había vuelto a atravesar el Atlántico pero al lado opuesto en una goleta de nueve metros con otros dos marinos italianos para entregar a Giuseppe Garibaldi, el león de Caprera, el álbum con las firmas de una generación entera de emigrantes. Sin embargo el bisnieto, como relata Carlo Bonini en La Repubblica (periódico italiano), con el grado de teniente de la marina militar uruguaya, trabajaba en los calabozos de la unidad SII, el servicio de inteligencia de los fusileros navales y a finales del ’77, era el responsable de los interrogatorios a los subversivos llevados a cabo por esta unidad. Un testigo, Daniel Rey Piuma, en ese entonces caporal de diecinueve años que tomaba las huellas a los interrogados, ha contado a los jueces que: “A los detenidos, hombres y mujeres, se les tenía desnudos, encapuchados y atados a la pared. Después llegaba un militar y les llevaba a un cuarto especial.

Desde ese cuarto se oían los ruidos de los golpes, de los gritos, de los llantos. Cuando salían de ahí las personas interrogadas estaban postradas, a menudo tenían todos los dedos de las manos rotos”. Cuando terminó esa pesadilla, el detalle que separaba la vida de la muerte era la sigla que habría acompañado cada uno de esos nombres. DF, disposición final, significaba un golpe en la nuca y la sepultura en una de las muchas fosas comunes, cubiertas con cal viva, o haber sido bendecidos por un capellán militar, cargados en un avión y tirados como comida para los tiburones a lo largo de la bahía de Buenos Aires. Esta ha sido, más o menos, además del particular de la destinación final que todavía se desconoce, la macabra historia que vivió en Buenos Aires el 21 de diciembre del 1977 una joven pareja, Ileana y Edmundo Rossetti, padres de una niña de siete meses, Soledad. Dos estudiantes trabajadores que militaban en los GAU (grupos de acción unificada, la resistencia sindical uruguaya, diseminada con violencia por la dictadura militar), estaban refugiados en Argentina desde hacía un mes, porque creían que su solicitud de asilo político a las Naciones Unidas sería reconocida más rápidamente en ese país.

Esa noche, se acercaba la Navidad, en su pequeña casa, llamaron a la puerta hombres armados que les golpearon salvajemente, les arrastraron a la calle después de haber destruido la casa, arrancado de sus manos a Soledad, que fue salvada por el portero del edificio y se los llevaron. Algunos de estos integrantes de las brigadas fascistas se quedaron un par de días en su casa para poner en marcha la ratonera, es decir, esperar a que llegase algún amigo no consciente del peligro para capturarlo y conducirlo al mismo destino, pasar por los locales del servicio de inteligencia del Fusna, los fusileros navales de la marina militar donde Jorge Nestor Tróccoli se habría ocupado de ellos. El joven oficial, cuando entendió que en Argentina estaba por terminar la época de la impunidad, se refugió en Italia, en Marina de Camerota, provincia de Salerno, con un pasaporte de nuestro país heredado del bisabuelo devoto de Garibaldi. No había tomado en consideración, evidentemente, que la pequeña Soledad Rossetti había crecido y, acompañada por la abuela que había sobrevivido, había solicitado al Tribunal de Roma que le dijeran finalmente quién había visto por la última vez a su padre y a su madre y quien había escrito al lado de su nombre DF, disposición final. Era la Navidad del 1977.

Se han necesitado tres años para saber quien había sido Tróccoli en el pasado. Ahora Adolfo Scarano, el abogado del ex-fusilero de la marina, intenta justificarlo con la pregunta: “¿Me explica Ud. que podía hacer un joven teniente? ¿Desobedecer quizás a las órdenes del gobierno de su país?”. Y después, desgraciadamente, dejándose llevar por su papel añade: “Cierto, interrogaba a los detenidos. Pero nunca ha torturado a nadie (...), a menos que no se me diga que sea tortura, como admite Jorge mismo, tener de pies a prisioneros acusados de terrorismo, con un capuchón en la cabeza, sin comida ni agua. ¿Se puede decir que sea tortura? Produce impresión la necedad del abogado, pero también las imágenes de las que habla, que recuerdan exactamente las de Abu Ghraib (prision en Irak) y que revelan una filosofía expresada por los Estados Unidos cuando dicen que están en guerra, que no conoce no digo la piedad, sino ni siquiera el pudor, desconcierto o asco.

Me gustaría hacer un reportaje un día, si fuera posible jamás, en una de esas academias militares, como la Escuela de las Américas (que primero estaba en Panamá y después en Fort Benning en Georgia), de donde han salido (como ha recordado también Claudio Tognonato) los más feroces torturadores de las dictaduras militares latinoamericanas, o como el Staff College en Fort Leavenworth en Kansas, donse se han formado muchos de los generales y de los miembros de los servicios secretos paquistaníes, como el jefe actual del servicio de inteligencia de esta nación, el general Ashfaq Perez Kayani. Una estructura que asegura desde siempre el control del país y de la zona por parte de los Estados Unidos y que seguramente conoce la verdad sobre el reciente asesinato de Benazir Bhutto, la rival del golpista Musharrafaf que se ha convertido en veinticuatro horas en un fiable democrático para el gobierno Bush, en una época de guerra total contra el terrorismo.

Me gustaría oír lo que se enseña en esos ateneos. Que lugar ocupa, si ocupa algún lugar, el respeto hacia las personas o hacia los que se tiene estima, que un día, detrás de las órdenes de algún manager de potentados, se convierten en enemigos que derrotar. Yo creo que también ahí, se proporcione en dotación a los futuros Rambo el propanol junto a las aspirinas, para prepararles desde pequeños a soportar el peso de ese trascurable sentimiento llamado remordimiento.

Me gustaría entender también según cual lógica se juzga enemigo o amigo, maestro de democracia o dictador, a un protagonista de la realidad política de nuestro tiempo, no tanto en las escuelas militares de los Estados Unidos, sino en las escuelas de periodismo occidentales, sobretodo las italianas. El Corriere della Sera (periódico italiano), por ejemplo, muestra de contradicciones en este sentido, el 12 de enero ha titulado preocupado “Si Putin y Chavez se convierten en maestros de democracia”, un artículo de Madeleine Albright que fue la intrépida secretaria de Estado del segundo gobierno de Bill Clinton. Al que, claramente alarmado, ha compaginado el artículo, pero se le ha olvidado señalar, por lo menos en un aparte que la Albright ha puntualizado desde el principio que la pretensión de Bush de imponer el modelo democrático americano con la fuerza militar había hecho que la democracia adquiriera mala fama. La Albright ha escrito textualmente: “Por culpa de la estrategia de Bush, en Irak la palabra democracia se ha convertido en sinónimo de ocupación a los ojos de una buena parte de la comunidad internacional. Está fuera de dudas que el presidente Bush ha perjudicado la imagen de la democracia”.

¿Como se le ha podido escapar este detalle al responsable de la página extranjera del Corriere? Y con todo el respeto por la Albright, ¿es honrado homologar en la misma crítica a Putin que en estos últimos años ha puesto en práctica en Chechenia, por parte de la Armada Rusa, una represión que ha causado 300 mil muertos, con Chávez que ha superado diez consultas electorales, neutralizando también un golpe de estado por haber promovido, como admite la misma Madeleine, una división más ecuánime de las riquezas que derivan del petroleo y hacer entrar a los indígenas con pleno derecho en el sistema social? Es la vieja costumbre de los gobernadores norteamericanos, no importa si son democráticos o republicanos, la de absolver o condenar a los políticos de los demás países solo según sus propios intereses.

¿Como puede, por ejemplo, la Albright parangonar a Nelson Mandela con Václav Havel? El primero ha pasado 30 años en la cárcel con el consentimiento de los distintos gobiernos que se han subseguido en Washington en el post-guerra, solo porque luchaba por los derechos humanos de la mayoría negra del Sudáfrica, que había sido siempre excluida del gobierno del país. Václav, contradictorio ex-lider checoslovaco, todavía el verano pasado participaba a esas tristes reuniones cíclicamente organizadas con el dinero del Departamento de Estado norteamericano, donde las empachadas figuras de la Fundación cubana-americana de Miami se ponen de acuerdo con políticos desenvueltos de varios países, para obtener el favor por parte del gobierno de los Estados Unidos con el fin de tener en pié un aparato subversivo contra Cuba (ya ahora también hacia Venezuela y Bolivia). Una especie de estrategia de la tensión absolutamente desinteresada del derecho de autodeterminación de los pueblos. Al final se trata solo de un problema de coherencia y de ética, mercancía rara actualmente en la información.

Tratto da Latinoamerica n. 101 www.giannimina-latinoamerica.it

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