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El Genocidio de Hiroshima y Nagasaki

 

El genocidio de Hiroshima

 

Hace 64 años el presidente Truman ordeno lanzar la primera bomba atomica contra la humanidad, cometiendo un genocidio que aun no se ha juzgado en ningun tribunal internacional.

 

Jose Luis Forneo


El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos asesino a mas de 200.000 civiles en la ciudad de Hiroshima, lanzando contra ella la primera bomba nuclear utilizada como arma de guerra en la historia de la humanidad, y tres dias despues sucedio lo mismo en Nagasaki. Se estima que hacia finales de 1945, las bombas habían matado a 140.000 personas en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki, aunque solo la mitad había fallecido los días de los bombardeos y el resto por heridas incurables o enfermedades atribuidas al envenenamiento por radiación.

El presidente Harry S. Truman, quien ordeno el bombardeo, no lo hizo para acabar con la guerra y la escasa resistencia de Japon. Los mismos japoneses estaban intentando negociar la paz, y habian pedido la mediacion a Stalin. Antes de que la URSS pudiera aceptarla, EE.UU. se encargo de que las negociaciones de paz no tuvieran lugar y Japon se entregara a una rendicion incondicional. Japon ya estaba practicamente vencido, y la escusa de que la bomba se lanzo para evitar "mas muertes de civiles", como cinicamente aseguro Truman, se desarma cuando miramos los miles de japoneses inocentes que murieron con los lanzamientos. En ningun caso hubieran muerto tantos si la guerra hubiera durado dos meses mas.

Estados Unidos demostro con el uso de la bomba atomica la calidad humana de sus dirigentes, su personalidad genocida. La Segunda Guerra Mundial pasara a la historia no solo por el holocausto perpetrado por los nazis, contra judios, gitanos, comunistas y homosexuales (entre otros), sino tambien por la extrema crueldad de Estados Unidos, que entonces demostro que la vida humana no le importa lo mas minimo, actitud que ha continuado de diversas formas asesinas hasta hoy dia.

El genocidio de Hiroshima y Nagasaki no ha sido juzgado por ningun tribunal internacional todavia, porque los genocidas fueron los vencedores en esta ocasion. No hubo Tribunal de Nuremberg para Truman y sus secuaces. Pero la historia, a pesar de las justificaciones que han inventado los medios de comunicacion actuando de silenciador moral, no deja de mostrarnos lo horrible de los actos de los que son capaces de utilizar cualquier metodo para lograr sus fines materiales.

Con una hipocresia que hiela toda capacidad de sentimiento, que indigna hasta a las piedras, los EEUU han venido acusando a todos sus enemigos de asesinos, crueles genocidas, o tiranos, mientras que ellos, tras el silenciador de la opinion publica, creada por los escribanos y voceros del sistema, muy  bien pagados, continuan orgullosos de sus crimenes y ejecutándolos, de una manera u otra, hasta el presente y a lo largo de todo el planeta.

Aunque de sus horrendos y continuos crimenes el asesinato de 220.000 japoneses de un golpe, (sin contar las secuelas radioactivas producidas en los pocos supervivientes), el genocidio producido por el lanzamiento de las dos unicas bombas nucleares lanzadas hasta hoy contra la humanidad, es, si cabe, el mas ilustrativo de la verdadera naturaleza criminal del imperio yankee y del corazon podrido de sus primeros peones, los presidentes de Estados Unidos (independientemente del color de su piel).

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¡Mizu ... mizu ... mizu ... mizu!





En Hiroshima murieron unos 40,000 niños, el mayor infanticidio de la historia

1-. La obra maestra del Imperio Terrorista

A las ocho y dieciséis minutos con cuatro segundos de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945, hora de Japón, una bomba atómica de uranio de 9,000 libras de peso con un poder de destrucción equivalente al de unas 13,500 toneladas de TNT, hizo explosión, a 618 metros de altura, sobre el centro de Hiroshima, creando una fuente de calor superior a los 3,000 grados centígrados que mató a unos 130,000 seres humanos, y creó una nube radioactiva que provocó la muerte posterior de unas 70,000 personas más.

El hipocentro proyectado, o sea el punto exacto sobre el cual debía hacer explosión la bomba, era el puente Aioi, en el mero centro de la ciudad, a 40 metros de la Escuela Elemental Honkawa; pero el terrorista nuclear, mayor de la Fuerza Aérea de Estados Unidos Thomas Ferebee, erró el tiro y la bomba hizo explosión, a la misma altura, sobre el Hospital Civil Shima, a 240 metros del puente y a 200 de la escuela. Del hospital no quedaron ni las bacterias y en la escuela murieron –quemados vivos--, segundos, minutos u horas después, casi todos los niños, maestros y empleados. Ellos fueron los afortunados porque los otros se fueron muriendo, lentamente, semanas o meses despues.
A unos tres kilómetros del hospital estaba el Castillo de Hiroshima y el Campo de Ejercicios del Este, cuartel general del Segundo Ejército Japonés, que era el que defendía el extremo suroeste de la isla Honshu y las islas de Kyushu y Shikoku, por las que se suponía que debía llegar la invasión de las tropas estadounidenses a las grandes islas japonesas después de haber ocupado Iwo Jima y Okinawa.

De los 30,000 militares que se hallaban en el castillo y las instalaciones aledañas, murieron unos 600, o sea el 2% de los militares y el 0.4% de las 130,000 personas que murieron aquel día. Se desconoce el número de militares que murieron después por los efectos de la radioactividad, pero se cree que puede haber sido un 5% del total, o sea unos 3,500 de los 70,000 que perecieron de esa forma. De manera que de los 200,000 muertos inmediatos o posteriores, alrededor de 4,100 eran militares o ex-militares, y 195,900 civiles, el 94.8% del total de muertos (cálculo aproximado, no exacto)

El avión B-29 “Enola Gay”, que cargaba la bomba, volaba a 32,000 pies de altura, o sea era inexpugnable a las baterías antiaéreas, y en Hiroshima había muy pocos aviones cazas, pues los que no habían sido destruidos en los masivos bombardeos que sufrieron todos los aeropuertos japoneses en los meses anteriores, se hallaban, en ese momento, en Tokío, Osaka, Nagoya y otras ciudades del centro de Honshu, la isla en que vivía, y vive, la mayor parte de la población del archipiélago.

La bomba mató a más del 80% de las personas que se hallaban en un radio de 500 metros del hipocentro, o sea del Hospital Shima, al 60% de los que se hallaban de 500 a 1,000 metros, al 40% de los que se hallaban de 1,000 a 2,000 metros, y a un % indeterminado de los que estaban en un radio hasta de cinco kilómetros de la explosión.

De haber explotado la bomba sobre el Castillo de Hiroshima habrían muerto aquel día, al menos, 24,000 militares, entre ellos cientos de altos oficiales, y el sur del Japón hubiese quedado sin defensa militar, al menos por varias semanas, para oponese a la proyectada invasión de las tropas yanquis.

Pero no fue así. Los muertos, en su gran mayoría, fueron civiles inocentes … como hoy en Irak, Afganistán y Pakistán, como ayer en Gaza, como antier en Panamá y Vietnam y Santo Domingo, como antes en Filipinas y México y la guerra civil que el imperio se hizo a sí mismo y la masacre de la población nativa del país. La sangrienta beligeranciacontra los no-beligerantes es una característica típica del imperio yanqui.

2-. La misión preconcebida

El objetivo de aquel gran atentado terrorista no fue vencer al enemigo, que lo dejaba casi intacto en sus cuarteles, sino aterrorizar al mundo, sobre todo a la Unión Soviética, cuyas tropas habían vencido, tres mesesantes, a la maquinaria militar más temible de la historia, ocupando Berlín y la cancillería de Adolfo Hitler.

Estos simples datos prueban más allá de toda duda razonable –‘beyond any reasonable doubt’, para usar un término legal que les gusta mucho a los estadounidenses-- que la bomba de Hiroshima no fue una acción de guerra “para salvar la vida de cientos de miles de soldados americanos”, como dijera Truman en todos los muchos años que, increíblemente, le quedaron de vida, sino un atentado terrorista que tuvo la misión de asesinar el mayor número de civiles inocentes con el objetivo de aterrorizar no sólo al pueblo japonés, sino a la humanidad.

La esencia del imperio estadounidense desde su más temprano inicio, en 1783, ha sido el terror en su forma más absoluta. Hay miles de hechos históricos incontrovertibles que lo prueban en estos 226 años, en que el imperio no le ha dado al mundo, sobre todo al pueblo estadounidense, un solo día de paz.

Dos semanas antes del hecho, unos científicos del laboratorio Los Alamos, en el que se realizó el Proyecto Manhattan, recomendaron que se lanzara la bomba sobre unos bosques deshabitados que se hallaban al norte de Tokío para que el emperador Hirohito, el primer ministro Kantaro Suzuki y los jefes civiles y militares pudieran ver el monstruoso poder destructivo de la bomba y el gravísimo daño que podía hacer si se lanzaba sobre una ciudad. Pensaban esos científicos que eso iba a ser suficiente para convencer al gobierno japonés que no podía continuar una guerra que, de hecho, ya estaba perdida desde hacia varios meses, como informaban entonces los más reputados analistas militares del mundo, entre ellos los del propio Japón.

Los jefes civiles y militares de Estados Unidos no conocían que la bomba iba a desatar la radioactividad que mataría a tantas personas en los meses y años por venir, porque ni siquiera lo sabían Albert Einstein, con cuyas teorías se creó el principio científico de la bomba, ni Robert Oppenheimer, jefe del Proyecto Manhattan. Los efectos mortales de la radioactividad fueron descubiertos por un médico japonés mientras trataba a unos heridos en un hospital de campaña, en la propia Hiroshima, unos días después de la explosión. O sea que los muertos que posteriormente provocara la radioactividad no hubieran sido culpa de quienes desconocían sus efectos, y la idea de que la explosión tuviese lugar en aquellos bosques cercanos a Tokío era una apropiada estrategia militar para ponerle fin a la guerra, no un monstruoso asesinato masivo de niños, mujeres y ancianos, como realmente fue.

Truman insistió y persistió, y finalmente decidió, que la bomba fuese lanzada sobre una ciudad densamente poblada, y en su centro, sellando así la suerte de los que murieron aquel día y en los meses y años posteriores y de las decenas de miles que fueron quemados, muchos de ellos con graves desfiguraciones permanentes en el rostro y el cuerpo, conocidos como los hibakushas de Japón.

3-. El Microdiós Destructor

Los tres jefes de las potencias aliadas, Churchill, Stalin y Truman, se reunieron en Postdam, un pueblo cercano a Berlín, a partir del 15 de julio de 1945, para decidir la suerte de Alemania dos meses y medio después de su rendición, y llegar a algunos acuerdos sobre la guerra contra Japón, de la que la URSS era neutral en ese momento (A mitad de la conferencia, el electorado británico, cansado ya quizás de la retórica guerrerista de Churchill, votó en mayoría por el Partido Laborista y la Cámara de los Comunes eligió al líder de ese partido, Clemente Attle, como el nuevo primer ministro británico, por lo que en las últimas reuniones de Postdam, “el Tercer Grande” ya no era Churchill)

El 16 de julio, Truman recibió la noticia, en secreto por supuesto, de que la prueba atómica de Trinity, o sea la explosión de la bomba atómica original, de plutonio, en un desierto de Nuevo México próximo a Alamogordo, había sido un éxito. Era, en ese momento, el único ser humano que disponía del artefacto terrorista más poderoso de la historia, con el que podía destruir una ciudad entera en pocos segundos y asesinar a cientos de miles de sus habitantes.

La que había sido en Truman una actitud discreta y respetuosa hacia sus colegas el 15 de julio se convirtió al día siguiente en una burda insolencia, sobre todo hacia Stalin. El jefe yanqui ya tenía una estaca grande –el big stick de Teddy Roosevelt elevado a la máxima potencia--; el mariscal soviético sólo disponía, proporcionalmente, de un palo pequeño, a pesar de que había sido el gran héroe de laSegunda Guerra Mundial en la que perecieron muchos millones de soviéticos. Ese abismo de fuerzas sólo duró cuatro años.

El jefe del imperio más terrorista de la historia contaba ya con la obra maestra del terror, un arma que podía recrear en forma ultramicroscópica la explosión de la que se cree que dio origen al universo hace unos 15,000 millones de años, el Big Bang, o Gran Estallido, la única teoría seria, o sea no humorística, sobre el origen del tiempo, el espacio, la energía y la materia … la Creación.

El arma de Truman no se basaba en la división del núcleo del élam, el átomo original del que se cree que era una octillonava parte más pequeño que el átomo actual, sino un ultramicroestallido que no creó el caldo energético tan increíblemente compacto que ya tenía dentro de sí toda la materia que hoy existe en el universo. Era una réplica imperceptible de aquel macroestallido que, lejos de crear un universo, destruyó una ciudad, asesinando --quemando viva--, en pocas horas, a la tercera parte de sus habitantes.

De hecho, bajo el mismo principio científico, Truman se había convertido en el Microdiós Destructor de la infame Física, antítesis del Creador universal, o sea la noble Física.

4-. El ultimatum

El gobierno del primer ministro Kantaro Suzuki hizo dos proposiciones de paz. La primera era que Japón aceptaba rendirse si se reconocía a Hirohito como monarca constitucional y símbolo del Sintoísmo, la religión nacional. Truman la rechazó de plano. La otra era la abdicación de Hirohito si se respetaba la religión del país que consideraba al Emperador una deidad. Truman la rechazó también.

De acuerdo al Koshitsu Shinto, o sea el Sintoísmo de la Casa Imperial, Hirohito, el Emperador Showa, o sea el Emperador #124 del país, era descendiente del dios Amaterasu Ohmikami, uno de las deidades originales.

Por supuesto que todo eso es una suprema tontería para engañar a los ignorantes y dominar a los pueblos a través del culto, o sea el terrror sicológico, como todas las religiones, pero de la misma forma en que se respeta al Cristianismo, se debe respetar al Sintoísmo. Son dos novelas amenas en que los personajes centrales no son como Don Quijote sino como Supermán, y una no es mejor que la otra.

Esa actitud en extremo fanática de Truman, de rechazar los principios de una religión, era de una intolerancia tan exagerada que no se había visto jamás en la historia, y era el equivalente a hacer lo que no se hizo, o sea exigirle al pueblo alemán que dejase de creer en Jesucristo para que dos meses y medio antes se le pudiera aceptar la rendición.

El ultimatum de Postdam exigía “la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas” y no hacía alusión alguna a Hirohito como símbolo religioso. Kantaro Suzuki, entonces, declaró:

--Nuestro gobierno no considera que el ultimatum tiene mucho valor en este momento. Lo que hemos de hacer es mokusatsu , o sea ignorarlo, como si no se hubiese recibido.

Era evidente que el Primer Ministro esperaba otra comunicación por parte de Truman en la que, por lo menos, se hiciese alguna alusión al Emperador como símbolo de la religión del país. Truman interpretó la palabra mokusatsu no en su verdadero significado, sino en el que a él le convenía, o sea que se trataba de un rechazo total al ultimatum. De haber dicho Truman tan sólo que respetaría su religión nacional, Japón se hubiese rendido; pero eso no le convenía al Imperio Terrorista porque no hubiera podido, entonces, aterrorizar al mundo con el supremo artefacto del terror.

La suerte de Hiroshima estaba sellada.

5-. La tragedia

Sobre Hiroshima se han escrito cientos de libros y miles de ensayos y artículos desde unas horas después del Pikadón, nombre o­nomatopéyico que los japoneses le dieron al macroatentado terrorista. Toda persona sensible debe conocer, al menos, no sólo el hecho en sí, sino algunos detalles reveladores sobre aquella inmensa masacre, sobre todo de niños.

Por ello, recomiendo las obras de John Hersey (Hiroshima), Michihiko Hachiya (Diario de Hiroshima), Tadashi Isheda (A call from Hiroshima and Nagasaki), William D. Leahy (I was there), Virginia Naeve (Amigos de los Hibakushas), Kensaburo Oe (Notas sobre Hiroshima), Ralph Bard (La guerra estaba ganada antes de que usáramos la bomba atómica), William Craig (La Caída de Japón), Robert Jungk (Más brillante que mil soles), Arata Osada (Los niños de la bomba atómica), Martin J. Sherwin (Un mundo destruido) y otros más.

La obra que más me impresionó fue Day o­ne -Día Uno-, del brillante escritor y periodista estadounidense Peter Wyden, por su estilo diáfano, elegante, directo y preciso, que cubre todo el proceso que culminó en el abominable crimen, desde los inicios del Proyecto Manhattan, las ‘causas’ que motivaron a Truman a dar la orden de que la bomba se lanzara no sobre los soldados sino los civiles; lo que sucedió en el avión ‘Enola Gay’ desde que salió de la isla de Tinian; el lanzamiento de la bomba; la conmovedora tragedia que sufrieron cientos de miles de seres humanos; lo que hizo Truman unos minutos después de recibir el cable que anunciaba el éxito total del estallido, y todo lo que sucedió después. Ningún escritor, ni siquiera los japoneses que sobrevivieron a la catástrofe en la propia ciudad, ha descrito en forma tan dramática los terribles sufrimientos de las decenas y decenas de miles de familias que vivían en Hiroshima.

Veamos algunos párrafos de lo que escribió Peter Wyden en su tan admirable obra:

--La señorita Horibe (maestra de la Honkawa, de dieciocho años de edad) salió de la escuela y, entre nubes de polvo arremolinado, espeso y oscuro, distinguió a seis niños que gemían tendidos en el terreno de juego, donde habían estado jugando al escondite. Sangraban y estaban ennegrecidos por las quemaduras. Jirones de piel colgaban de sus cuerpos. “¡Hacia el río, es la única salida! –gritó a los niños--. La misma corriente agitada del Motoyasu parecía incendiada. La mayoría de los numerosos cuerpos que pasaron flotando parecían sin vida. “¡Madre! ¡Madre! ¡Esto es el infierno en la tierra!” –gritaban los niños--. La mayor parte de los rostros y cuerpos estaban grotescamente hinchados por las quemaduras. El rostro, la camisa púrpura y los mompei de la señorita Horibe estaban manchados de sangre. Vomitaba continuamente un extraño líquido amarillo.

--Una masa de gente ennegrecida y sangrante cruzaba el puente, la línea de la vida. Tenían el cabello erecto, ensortijado por las quemaduras. Algunos gritaban o gemían. Muchos tendían manos y brazos ante ellos, con los codos hacia fuera. Otros se apoyaban entre sí y caminaban dando traspiés porque no podían ver.

--Un padre desnudo con un bebé en brazos intentó darle agua de un grifo que todavía funcionaba, sin darse cuenta que el niño estaba muerto, y la desesperada multitud procedente de la ciudad seguía en aumento.

--Había muchos escolares que gritaban llamando a sus madres y pidiendo auxilio, y miraban implorantes a Miyoko, una escolar de doce años de edad. La niña preguntó: “¿No eres Matsubara?” El rostro estaba tan ennegrecido que Miyoko no pudo reconocerla. “¡Soy Hiroko!”, exclamo la niña, pero Miyoko no pudo oírla.

--Las personas que se encontraban en el puente ya no saltaban al río. Estaba lleno de cadáveres flotantes, recordatorio de que el agua aliviadora podía convertirse pronto en una tumba para el cuerpo debilitado.

--Una niña de unos doce años detuvo a Hamai. Con el rostro, piernas y manos gravemente quemados, suplicaba ayuda. Hamai le buscó una silla y le dijo que se sentara y estuviera quieta, prometiéndole que regresaría pronto y la llevaría al hospital. La niña sonrió y se sentó. Cuando Hamai regresó unos minutos después, la pequeña seguía sentada en la silla. Hamai trató de levantarla. Estaba muerta.

--El puente estaba cubierto de cuerpos, vivos, moribundos y muertos. Muchos supervivientes gemían pidiendo ayuda.

--En lo que había sido su casa sólo encontró cenizas, fragmentos diminutos de escombros y la cabeza ennegrecida de su esposa. Quería quemarla enseguida, pero no había trozos de madera lo bastante grandes para un fuego. Guardó la cabeza de su mujer en la capucha protectora en caso de bombardeos, caminó durante dos horas hasta la casa de su madre y la quemó allí.

--Al cabo de unos minutos, largas colas de gentes casi desnudas pasaron a toda prisa, con el cabello tan desordenado que a Susumu le recordaron

un coco que había visto en un libro infantil ilustrado. Las coletas de algunas niñas se habían chamuscado y permanecían rígidas y erectas como cuernos. Muchas personas chillaban y corrían como cerdos perseguidos.

--En el hospital de la Cruz Roja, que, con 400 camas, era el mayor y más moderno de Hiroshima, los pacientes advertían su presencia pintando sus nombres con los dedos empapados en su propia sangre, en las paredes del vestíbulo.

--Tampoco dio ningún resultado la búsqueda de supervivientes en la fábrica de agujas Nido, adonde el tejado metálico se derrumbó y cuarenta y ocho obreros murieron.

--Vomitando, sufriendo diarreas debilitadoras y manchada por la lluvia negra, al fin encontró los huesos de sus abuelos.

--Algunos pacientes informaron que habían tenido hasta cincuenta deposiciones sanguinolentas en una noche. No había palanganas, y los pacientes orinaban y defecaban donde estaban tendidos. Apenas había personal para ayudar a los moribundos.

--No tenían rostro. Los ojos, narices y bocas se habían quemado y parecía como si se les hubieran fundido las orejas. Era difícil distinguir el frente de la espalda.

--“He visto depósitos de agua contra incendios llenos de muertos hasta el borde, parecía como si los hubiesen hervido vivos. Vi a un hombre que bebía el agua ensangrentada”.

--Tenían los rostros completamente quemados, las cuencas de los ojos vacías y el fluido de los ojos fundidos les corría por las mejillas.

--La diarrea sanguinolenta iba en aumento entre aquéllos que habían sufrido antes de diarrea ordinaria.

--Nadie más corría. La calle estaba llena de cuerpos chamuscados, hinchados, que andaban arrastrando los pies, lentamente, en silencio, a veces vomitando, alejándose de las llamas, de la ciudad, brazos y manos extendidos, jirones de piel aleteando bajo el viento creciente. Taeko –un niño de 15 años—pasó junto a unos amigos de la escuela y ninguno dio señales de reconocer a los demás. Sin aliento, se detuvo y vio a un niño de unos diez años inclinado sobre una niña mucho más pequeña. “¡Mako! ¡Mako! ¡Por favor, no te mueras!” –gritaba el niño--. La niñita permanecía en silencio. “¡¿Estás muerta, Mako?!” El chiquillo acunaba en sus brazos el cuerpo de su hermanita.

--Cuando había ascendido a la mitad de la colina, Taeko, ahora con el rostro tan hinchado que sólo podía ver a través de una diminuta abertura de su párpado derecho, encontró una larga cola de heridos sentados ante un puesto de socorro de emergencia, bajo un puente colgante. Gritaban:

--“¡Mizu! ¡mizu! ¡mizu! ¡mizu! --¡Agua! ¡agua! ¡agua! ¡agua!--. Varios pedían gimiendo que les hicieran el favor de matarles.

6-. La fiesta

Al concluir la Conferencia de Postdam, Truman emprendió el regreso su país a bordo del acorazado Augusta.

George Harrison, ayudante de Henry L. Stimson, Secretario de Guerra, le envió un mensaje a través del teléfono criptográfico en el que le anunciaba el éxito absoluto de la explosión atómica.

Veamos como describe Peter Wyden, en Día Uno, aquel momento:

--El presidente Truman había empezado a almorzar con seis miembros de las Fuerzas Armadas en el comedor de popa del Augusta. No terminó la comida. El capitán del ejército encargado de la “sala de mapas” itinerante de la Casa Blanca entró, precipitadamente, y le mostró un mapa de Japón y un mensaje de veintiséis palabras que empezaba así: “Gran bomba arrojada sobre Hiroshima”. El Presidente respiró hondo, cogió la mano del capitán y exclamó: “¡Este es el día más grande de la historia!”.

--Mientras los hombres lanzaban vivas, el Presidente cruzó la puerta con los mensajes en la mano y, sonriendo orgulloso, entró en el comedor de oficiales. Agitó la mano para que los hombres siguieran en sus puestos sin levantarse y repitió el sensacional anuncio. “Fue un éxito arrollador” –dijo, exultante--. “¡Ganamos la apuesta!”.

--Mientras extendía la noticia por el barco, decía que ninguno de los comunicados que había recibido hasta entonces le había hecho tan feliz.

Aquel día hubo una gran celebración a bordo del Augusta

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